La historia de superación de un paciente que sufrió maltrato en la infancia
Mi historia de maltrato en la infancia
Mi historia comienza cuando tenía cinco años. Acababa de empezar primero de primaria en el colegio de mi pueblo. Era un niño bueno, que siempre se portaba bien y nunca se peleaba con nadie. Supongo que por ese motivo aquel hombre decidió hacerme daño. Él era el profesor de una actividad extraescolar que organizaba el colegio. Desde el principio noté algo raro en ese hombre. Los primeros días actuaba serio y callado. Recuerdo encontrarlo observándome fijamente y de manera intimidante. Había algo en él que me incomodaba.
Al tercer o cuarto día nos encontrábamos todos los niños de pie, escuchando a la otra profesora. De pronto, alguien me dio un pellizco en el trasero. Me giré y justo detrás mío estaba él, mirando al frente, haciendo como si estuviera escuchando a su compañera. No le dije nada. Poco después volvió a darme el mismo pellizco. Al girarme, siguió sin inmutarse. Así fue cómo comenzó todo.
La profesora que le acompañaba pronto dejó de venir, no sé por cuál motivo, y los niños, que cada vez éramos menos, comenzamos a quedarnos solos con aquel individuo. Yo no me atrevía a decirle a mis padres las cosas que me hacía, no sabía cómo explicarlo, no sabía cómo actuar, me sentía bloqueado y a la vez con una angustia indescriptible. Porque el daño no dejaba de ir en aumento. A medida que él pudo comprobar que yo no contaba nada y seguía asistiendo a la clases, comenzó a tratarme como a un objeto con el que jugar, manipular y destruir.
Mientras dejaba a los demás niños solos, me obligaba a irme con él al final de la sala y sentarme a su lado. Y entonces comenzaba con sus perversiones. A pesar de que no puedo recordarlo todo, tengo varios recuerdos claros de las cosas que me hacía y decía. Cogía mi muñeca con su mano, y la movía de forma que me diera con la palma de mi mano en mi cara. Entonces siempre decía: “¿Ves cómo eres tonto? Te pegas a ti mismo”. También disfrutaba mandándome andar de un lado a otro, sin sentido, para después decirme: “¿Eres tonto? ¿Por qué vas y vuelves? Eres tonto”.
Continuamente me repetía lo tonto que era, lo malo que era, lo mal que me portaba, lo poco que valía. Gozaba humillándome, destruyendo mi autoestima, manipulando mi mente, generándome miedo. De todo lo que me decía, su pregunta favorita era, precisamente, “¿me tienes miedo?”. Me lo preguntaba sin parar, mientras me observaba muy fijamente, juntando su cara muy cerca de la mía, con una leve sonrisa de goce pervertido. Mi miedo y sufrimiento eran su placer.
Se podía inventar de pronto que jugáramos al escondite, para seguirme allá donde yo fuera y comenzar con sus pellizcos. Para mi mente todo eso era agotador. También podía esconderse él mismo, finjiendo que no estaba. Detrás de las cortinas, esperaba el momento en el que hiciera yo cualquier cosa que le pudiera servir de excusa para regañarme. En el momento en el que estuviera jugando con otros niños, aparecía, gritaba que me portaba muy mal, y me castigaba con irme con él.
Un día nos mandó poner en fila frente a él. Comenzó a nombrarnos en orden de quién se portaba mejor a quién se portaba peor. A quien nombraba podía quitarse de la fila. Las piernas me temblaban. Al principio nombró rápidamente a las niñas, a las que nunca molestaba. Pronto comenzó a hacer su selección más despacio, tomándose mucho tiempo entre nombre y nombre. Ese momento de exposición pública fue de los que más sufrí. Miraba al suelo, y estaba nervioso, estaba sufriendo, tenía miedo, quería que todo acabara. Al final solo quedábamos dos niños frente a él, y no fue a mí a quien me nombró. No recuerdo qué ocurrió después, solo recuerdo sentirme destrozado, hundido, totalmente ahogado. No podía aguantar más. Estaba viviendo en silencio algo que no es posible describir. Creo que incluso decir palabras como agonía o desesperación se quedan cortas. Es como si no pudieras respirar. Aquellos que hayan sufrido algún tipo de abuso en la infancia sabrán a lo que me refiero.
Aquel profesor no siempre estaba enfadado, ni se pasaba el tiempo completo de la clase conmigo. De hecho, los primeros minutos siempre se comportaba de manera dulce y amable, sonriente, con todos los niños, incluido conmigo. Como si nada hubiese pasado, como si se tratara de una persona encantadora incapaz de hacer el mal. Pero al final siempre retiraba su máscara para mí y, a solas, me mostraba el individuo que realmente era. El abuso físico lo sufrí, además de con los pellizcos constantes, en otros dos episodios. Se trata de los más graves, que ocurrieron cuando se acercaban los tres meses de una tortura psicológica que no dejaba de ir en aumento.
Un día, en la sala donde él me solía llevar, nos encontramos con que los cristales estaban tapados. Me acuerdo perfectamente cómo dos niños le preguntaron por qué estaban así. Él respondió que los había cubierto porque unos niños habían estado molestando desde la calle. Yo pude saber al instante que mentía, y que estaba tomando precauciones para que nadie, desde la calle, pudiera ver lo que me hacía. Esa tarde, en un espacio muy reducido, me subió a un banco. Su cara y mi cara estaban frente a frente, separadas por pocos centímetros. Me repugnaba ese rostro, me producía un desagrado y un rechazo inigualables. Estar frente a ese hombre me resultaba vomitivo, sentía como si me contaminara cada vez que estaba junto a él. Ese día, tras provocar una larga y especialmente insoportable tortura a mi mente, me mandó arrodillar. Apagó la luz, sacó un cuchillo, y me preguntó si sabía a dónde iban los niños cuando morían. Le dije que al cielo. Y entonces él dijo “tú vas a ir ahí. Voy a clavarte el cuchillo”. No me sentí asustado ni con miedo. Todo lo contrario, me sentí aliviado de que por fin todo aquello se acababa. Me mantuve arrodillado, en silencio, aceptando que me iba a clavar el cuchillo. Pero los segundos pasaban y aparentemente aquel hombre no hacía nada, aunque por dentro debía estar sintiendo la mayor de las excitaciones. Después dijo: no lo voy a hacer. Encendió la luz, me subió al banco y siguió con su lavado de cerebro. Que no valía nada, que era inútil, que no servía, que no llegaría nunca a nada. Yo en ese momento no podía más. Era imposible. No soportaba ni un segundo más toda aquella presión. Por esa razón, hice lo que hasta entonces me había aguantado: me puse a llorar. Pero no fue un lloro normal. Lloré con el alma tan rota que los demás niños me pudieron oír. Fue como si todo lo que había estado acumulando desde hacía casi tres meses saliera en ese instante. El profesor, sorprendido y nervioso, trató de tranquilizarme, con sonrisas y gestos dulces. Pero ya era tarde, los demás niños ya sabían que estaba llorando. Para disimular, me sacó en brazos, como si fuera mi salvador, y dijo a los demás niños que lloraba porque me había contado un cuento muy triste. Entonces se sentó frente al piano y comenzó a tocar teclas al azar, fingiendo que me dedicaba una melodía para que me pusiera contento. Desde el piano no dejaba de mirarme con una gran sonrisa de persona afectuosa, con todos los demás niños como testigos. Yo le devolvía la sonrisa de una manera sumisa. El miedo me tenía bloqueado, era incapaz de defenderme y era incapaz de contar lo que me estaba ocurriendo.
Hasta que me pegó. No fueron golpes lo suficientemente fuertes como para dejar marcas. Pero me pegó, dándome golpes con el puño en los brazos y torso. Llegó a darme un puñetazo en el estómago. Yo sabía bien que mi madre me iba a proteger si le decía que el profesor me había pegado, de la misma forma que me protegía cuando un niño lo hacía. Por eso no me dio miedo ni vergüenza hablar, y al llegar a casa, dije que el profesor me había dado un puñetazo en la barriga. Ese día yo llevaba una camisa oscura de cuadros. Mi madre, casi en shock al escuchar lo que le estaba diciendo, me desabrochó la camisa para ver si tenía alguna herida. En ese momento yo todavía podía sentir en mi ropa y en mi cuerpo el olor de ese hombre, el sudor de sus manos. Me sentía sucio y contaminado, aunque aliviado de que por fin se había acabado aquello. Ya podía respirar tranquilo.
Pero esa tranquilidad duró tan solo días. Por fin dejaba de ir a esas clases, pero yo seguía viviendo en el mismo pueblo del maltratador que me había tratado como su presa. En su mente, yo seguía siendo un juguete al que hacer sentir pequeño para poder él así sentirse grande.
Acababa de cumplir seis años. Estaba caminando por la calle justo al salir del colegio. De pronto sentí a alguien por detrás correr hacia mí. Me giré y ahí estaba él, acercándose cada vez más. Al alcanzarme se paró, me miró con la media sonrisa que siempre me dedicaba, y siguió con su camino. Aquella fue la primera vez que sentí esa especie de rayo paralizador que sentía en mi estómago cada vez que me lo encontraba. Era una sensación de cortocircuito, de bloqueo, que no me dejaba pensar ni actuar. Me quedaba siempre bloqueado mientras él estuviera en el mismo lugar que yo.
La vida que yo conocía hasta ahora, mis 5 años de primera infancia feliz, en paz y sin preocupaciones, ya no iban a regresar. El temor a encontrármelo por la calle representaba mi día a día y la mayoría de los pensamientos que ese niño tenía en su cabeza. Viví en un estado constante de intranquilidad hasta los 17 años, cuando por fin me pude ir del pueblo. También viví aquello en silencio, pues en esta ocasión también me callé lo que me estaba pasando.
La mayoría de veces aquel hombre solo me perseguía con su mirada. Si se encontraba conmigo, no apartaba su vista de mí mientras me encontrara al alcance de sus ojos. El número de veces que esto ocurrió es incontable. Por ejemplo, yo evitaba pasar por la plaza del pueblo, porque él solía estar en la terraza del bar. Si desde ahí me veía entrar en la panadería, no apartaba la vista de la puerta, esperando a que saliera. En cuanto lo hacía, ya tenía su mirada a lo lejos puesta en mí, sin dejar demostrar nunca su medio sonrisa característica. Si por casualidad me encontraba asomado a la ventana en la casa de un amigo, él levantaba la cabeza para no perder su oportunidad de mostrarme su cara, tanto daba que se encontrara en ese momento hablando con otra persona.
Otras veces, sin embargo, me perseguía literalmente. Su osadía no tenía límites. Una vez apareció en mi colegio. Me horroricé al verlo en la puerta de mi clase, fingiendo que venía a saludar a la que fuera su profesora, que en ese momento era la mía. Mi profesora le saludó cordialmente. Ella, como todos los demás, no tenía ni idea de lo que se escondía detrás de aquel hombre que la saludaba con tanta alegría y efusividad.
Otro día lo vi paseando por el patio del colegio, a la hora del recreo, entre todos los niños. Lo hacía junto a otro profesor, un hombre que más tarde fue acusado de abusar sexualmente de alumnos. Ambos tienen en común ser abusadores de menores, y también su imagen previa de personas intachables y encantadoras de las que uno se puede fiar.
Sus persecuciones eran variadas. Lo veía sentado en un bar cerca de donde yo iba a clases de tenis. Se sentaba en la barra, pero girado hacia la puerta, esperando a verme pasar. Lo llegué incluso a encontrar espiándome detrás de una verja, mientras jugaba en un parque.
El hecho de verlo continuamente, y con esa obsesión diabólica que parecía tener conmigo, hacía que el maltrato psicológico nunca dejara de terminar, que lo vivido durando los tres meses que fue mi profesor se reactivara constantemente en mi cabeza.
Todo ello tuvo graves consecuencias en la forma en la que desarrollé mi personalidad. Mi subsconsciente había asimilado el mensaje de aquel profesor. Me convertí en un niño callado, solitario, con dificultades para relacionarse con otros niños, con ninguna confianza en sí mismo, con ninguna autoestima, con una visión de si mismo como alguien sin valor y que no merece ser respetado. Con los años esto se fue acentuando. Fui un adolescente muy serio, que se aislaba, que no se atrevía a alzar la voz, o a dar su opinión, o a mostrar su valía. Aprendí a tolerar que me trataran mal, que se burlaran de mí, que me humillaran, sin mostrar nunca la mínima defensa o rechazo. Incluso, de manera inconsciente, buscaba las formas de dar excusas a los demás para poderme tratar así. No estudiaba para los exámenes, llegaba tarde a clase, potenciaba mi carácter tranquilo y dócil para que los demás se metieran conmigo, poniéndome motes como “marmota” o “pasivo”. Me sentía cómodo llamando la atención de manera que pudieran pisoterame y humillarme, y aunque yo reía las gracias y burlas de los demás hacia mí, por dentro vivía en la tristeza.
Sin embargo, tenía algunos amigos. Cuando estaba a solas con ellos, aquel adolescente que una profesora llegó a describir con el color gris desaparecía, y por fin mostraba quien realmente yo era. Eso solo lo podía hacer cuando estuviera en un lugar y con una gente que me hicieran sentir protegido. Las circunstancias que me hacían sentir así eran muy pocas. La mayoría de las veces estaba incómodo. En el colegio e instituto siempre estuve incómodo. Ahí escondía a mi verdadero yo para mostrar a un niño de cinco años herido que sigue sufriendo.
Esa ha sido la principal secuela de mi experiencia traumática: vivir con un niño herido dentro de mí. He vivido así por 22 años. Eso ha hecho que haya tenido grandes dificultades a la hora de relacionarme con los demás. Abrirme a las personas siempre ha sido algo muy complicado para mí. Sobre todo si esa persona era especialmente extrovertida, o guapa, o talentosa, o exitosa, o popular. Yo entonces me sentía pequeño, intimidado, y era incapaz de sentirme cómodo y ser yo mismo. Hasta ahora, mi vida amorosa es prácticamente nula. A mis casi 28 años, nunca he tenido una pareja estable. Nunca he consiguido sentirme cómodo o agusto con ningún chico. En general, todos perdieran rápido su interés en mí, debido al carácter tan serio e incómodo que siempre mostraba. Cuanto más guapo y exitoso me parecía el chico, más abrumado, torpe y sin sangre en las venas yo me comportaba.
El día 31 de diciembre del 2012, aquel individuo regresó. Me envió una solicitud de amistad en Facebook. Fue bastante angustiante que ese señor siguiera interesado en acosarme después de tantos años. No importaba que yo ya fuera un hombre adulto, reaccioné de la misma forma que lo hubiese hecho aquel niño, con el mismo sentimiento de temor. Le bloqueé. Pero al día siguiente, al regresar a casa después de celebrar el año nuevo, vi que me había contactado por una aplicación llamada Line, que tenía sincronizada con Facebook. Me escribió: hola, si me ves por la calle, ven a saludarme. Incluía su nombre y una foto de su cara con la misma expresión con la que siempre me miraba. No le contesté, solo le bloqueé, y eliminé esa aplicación para siempre.
Todo aquel niño herido y desprotegido se reactivó en mí como nunca antes lo había hecho. Aquel individuo comenzó a aparecer en mis sueños con la misma frecuencia que lo hacía en mi infancia. Comenzó de nuevo a ser de mi primer pensamiento del día. A día de hoy me atrevo a confesarlo todo. Confieso que durante todos estos años he evitado siempre pisar las calles de mi pueblo por miedo a encontrarmelo. Confieso que la única razón por la que siempre he sido muy cuidadoso con la privacidad de mis redes sociales es por miedo a que me encontrara, me viera en fotos o supiera cosas de mí. Confieso que desde los 5 años, absolutamente todos los dias, en algun momento del dia, me ha aparecido la imagen de ese hombre en mi mente. Confieso que, por alguna razón, en momentos felices, como mientras tomo las uvas de fin de año o en el mejor momento de un concierto, me ha venido a mi mente su imagen, haciendo que cualquier tipo de alegría se disipe. Confieso que he llegado a escribir un libro y publicarlo en Amazon con un pseudónimo por miedo aque él me descubriera buscando mi nombre en Google. Como me dijo mi psicóloga, desarrollé y viví con un miedo paranoide e irracional hacia esa persona.
Hace un mes, reflexionando sobre lo que había logrado en mi vida, me di cuenta que no había conseguido nada de lo que quería, nada de lo que yo había soñado, ni parecía que estuviera tomando acción para lograrlo. Y es que era imposible que yo lograra mis metas, tanto en lo personal como en lo profesional, si no resolvía primero algo que me hacía vivir en una cárcel.
Comencé a acudir a una psicóloga. Ella fue Rita Alonso de El Prado Psicólogos. Desde la primera sesión todo cambió. Mi psicóloga me aclaró todo lo que durante todo este tiempo había estado ignorando. De pronto, lo que yo entendía como una obsesión paranormal se convirtió en el claro y definido modo de comportamiento de los maltratadores. Ese hombre me veía a mi como su presa, y así yo me comportaba: sufriendo y sintiendo miedo por él, y todo en silencio. Mi modo de actuar alimentaba su ego, y eso hacía que su interés por mí jamás se desvaneciera. Todas las miradas de ese hombre, todas las veces que quiso encontrarme por la calle, y todo lo que me hizo durante las semanas que fue mi profesor, formaban parte de un juego sádico que provoca el éxtasis para este tipo de maltratadores. El sufrimiento de la víctima es lo que da sentido a sus vida. Cuanto mayor sea el sufrimiento, mejor se sienten con ellos mismos.
Desde el instante en que dejé de ignorar lo que hacía mucho tiempo que debía saber, cambié por completo la perspectiva en la que veía todo. Yo había sido durante todos esos años su presa porque yo se lo había permitido con mi miedo, y eso debía cambiar.
Y cambió, el día que mi psicóloga me realizó una técnica llamada brainspotting. Aquello fue como magia. En quince minutos viví una catarsis que hizo que aquel niño herido que vivía en mi subconsciente por fin se sintiera protegido. Con el ojo izquierdo, y mientras miraba un punto fijo, reviví uno de los recuerdos más dolorosos. Estaba ese niño de cinco años sentado detrás del todo, junto a ese hombre, quien le torturaba la cabeza, quien le decía que era tonto, tonto, tonto. Sentí la misma angustia que sentía ese niño, los mismos sentimientos. De repente respiraba de manera agitada y las pulsaciones de mi corazón aumentaban. Después mi psicóloga me dijo que apareciera en la escena. Entonces, en mi mente, yo aparecí en aquel lugar. Llegué y saqué al niño de ahí. Le protegí. Le dije que le quería. Que ya había pasado todo. Que ya no tenía nada de lo que temer. Que yo ya estaba ahí y que ya nada malo le iba a volver a pasar. Y así fue como todo en mí cambió. Ese niño herido ya está bien. Ya está protegido, y ya todo ha pasado. La historia se ha terminado. El telón se ha cerrado para siempre, y mi vida ahora se escribe en un nuevo libro que se titula “Soy libre”.
Perdono a ese hombre de todo el mal que me provocó. Le perdono de absolutamente todo. Yo ya estoy bien.
Si a ti, al igual que a mí, te ha tocado vivir una experiencia traumática siendo niño, te animo a que te enfrentes a tu problema, te animo a que hables, te animo a que te niegues a vivir toda una vida siendo una víctima del pasado. Durante todo este tiempo siempre me he preguntado por qué me tuvo que pasar algo tan malo. Si todo ocurre por una razón, ¿con qué razón le toca vivir algo así a un niño inocente? No encontraba el por qué. Pero a día de hoy ya lo sé. Yo viví todo aquello para que el día que pudiera, hablara. Y ayudara a otros que pasaron o están pasando por mi situación. Y esas personas son tantísimas, que el mundo ni se lo imagina. Millones de niños están ahora mismo siendo víctimas de abuso. Esos niños están viviendo en silencio un infierno difícil de explicar. Esta lacra social tiene que dejar de ser tabú, y para que así sea, los que lo hemos vivido debemos mostrar que existimos. El mundo no se beneficia de nuestro silencio. Nosotros mismos tampoco nos beneficiamos de nuestro silencio. Nos merecemos vivir la vida que queremos, pero esa vida no viene sola. Tenemos que crearla nosotros. Y para crearla, es imprescindible perder el miedo y la vergüenza. ¿Miedo de qué exactamente? ¿Vergüenza de qué? Lo único que realmente me provoca miedo es no luchar por la vida que deseo vivir, ni siquiera intentarlo, porque un hecho del pasado me tiene paralizado. Ese no es mi destino, ni tampoco es el tuyo. Nuestro destino es alzarnos como supervivientes del pasado, capaces de crear la vida que nacimos para vivir: una vida plena, feliz, donde conseguimos hacer nuestros sueños realidad.
Sobre la Autora
Rosario Linares es psicóloga y psicoterapeuta. Fue una de las pioneras en España en integrar en la psicoterapia el trabajo terapéutico, tanto con la parte más racional de nuestro cerebro como con la parte más emocional. Para ello utiliza una metodología innovadora, con herramientas como la hipnosis, EMDR (Eyes Movement Desensitization and Reprocessing), PNL (Programación Neurolin- güística), EFT (Emotional Freedom Techniques), el mindfulness y el coaching.
Actualmente dirige el gabinete de psicología "El Prado Psicólogos", centro psicológico de referen- cia en Madrid en psicoterapia breve y terapias de tercera generación, dónde se trabaja desde una metodología integrativa.
Ha publicado los libros "Resiliencia o la adversidad como oportunidad" y "Duelo y resiliencia. Guía para la reconstrucción emocional", este último junto a su compañera Ana María Egido.
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